Los límites al poder punitivo del Estado

Dr. Augusto Renzo Espinoza Bonifaz[1]


“Formulemos un pacto cuyas leyes sean equitativas”
VIRGILIO, Eneida, Libro XI, verso 321.


SUMARIO: I. Introducción.- II. El programa penal constitucional.- III. La vinculación del Juez a la ley y a los hechos.- IV. La confirmación de los hechos.- V. El Proceso como sistema de garantías.


I. INTRODUCCIÓN

El hombre ha nacido libre, esta libertad es una consecuencia de su propia naturaleza. Su primera ley es velar por su propia conservación; sus primeros cuidados son los que se debe a sí mismo frente a los demás; y en ese estado natural utiliza la fuerza para procurar imponerse frente a los demás. Sin embargo, bien expone Jean-Jacques Rousseau en El Contrato Social cuando señala que “el más fuerte no es nunca lo bastante para ser siempre el dueño sino transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber.”[2]

De esta manera surge el pacto social para conservarse, encuentran en él una forma de asociación que defiende y protege a la persona y a los bienes de cada asociado, y en virtud de la cual, al unirse cada uno a todos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan libre como antes. Como bien revela Thomas Hobbes, el bien supremo del hombre es su propia existencia, y en el estado de naturaleza no está asegurada, sino en permanente peligro. Por ello, observa Hans Welzel, la idea central de la teoría del Derecho natural de Hobbes es la de constituir un orden verdadero en la tierra, que, al menos, asegure la existencia de todos. En efecto, la naturaleza habría hecho a todos los hombres iguales tanto en las facultades del cuerpo como las del alma. Por esta razón, en el estado de naturaleza, faltando un poder superior que limite la libertad de los hombres, todos tienen derecho a todo. La igualdad natural de todos los hombres y el derecho común de todos a todo, sin embargo, es la causa de que el estado de naturaleza sea uno de guerra de todos contra todos en que todos los hombres se muestran entre sí como enemigos. Por ello, la razón sugiere convenientes normas de paz, basándose en las cuales los hombres pueden llegar a un acuerdo, es decir, a la constitución de la sociedad y del Estado. Para Hobbes, el Estado y su Derecho —observa Welzel— cumplen su cometido esencial si son capaces de crear un orden que garantice la existencia de los ciudadanos.

En este orden de ideas, el Estado cumple su fin de protección, en primer término, mediante la promulgación de leyes civiles. El fin de las leyes es limitar la libertad natural de los hombres para evitar que se hagan daño unos a otros, y para fomentar, por el contrario, que se ayuden mutuamente y se unan., pues sólo de este modo es posible la paz. Con la fundación del Estado se supera el estado de naturaleza y los individuos adquieren el status de ciudadanos. Sin embargo, sólo cabrá considerar como ciudadanos a quienes en virtud de su renuncia a su derecho a todo y de su transferencia de algunos de sus derechos al Estado, se han obligado a prestar obediencia a las leyes del Estado y se sienten vinculados por ese deber de obediencia, aun cuando eventualmente puedan transgredir aquellas leyes por causas que se encuentran ancladas en la propia naturaleza del hombre.[3]

Ahora bien, sólo con el pacto de observancia de las leyes no está garantizada la seguridad, pues ya se sabe por una sobrada experiencia lo poco que los hombres cumplen sus obligaciones en virtud de sus promesas; de ahí tiene que resultar, entonces, que hay que velar por la seguridad no con pactos sino con sanciones. Deduciéndose que toda ley lleva anexo una sanción, pues una ley que se pueda violar impunemente es inútil.

Entonces, se puede afirmar que, hasta ahora, es un hecho innegable que en toda agrupación social existe un conjunto de normas que regulan, tanto el funcionamiento de los órganos colectivos como las relaciones de los miembros del agregado social y las de éstos con los órganos colectivos. Si los hombres se respetaran voluntariamente esas normas, del Derecho Penal serían innecesarias; pero los seres humanos son constantes transgresores del orden jurídico establecido, y por ello junto al Derecho Constitucional figura el Penal.

Este hecho, grandioso y terrible, que pone en manos del Estado, concretamente en el Parlamento, el Ius Puniendi, debe ser sometido a control y a ciertos límites. Sin embargo, cuando hablamos de limitar al poder punitivo se da pie para interpretar el problema desde dos ópticas antagónicas, a saber: o lo que se intenta limitar es el Derecho Penal mismo (respondiendo a una idea previa “reductora”) o bien lo que se intenta limitar es el poder estatal. Es dable destacar la importancia de la distinción pues el Derecho Penal es y fue siempre “el límite” al poder estatal; salvo que se admita, como resignadamente parece hacerlo Eugenio Raúl Zaffaroni, que hay identificación entre Derecho y poder; mientras que el poder estatal es “lo limitado”. Así; parece que la idea rectora de Fran Von Liszt de la “carta magna”, habría fracasado pues es evidente que si se insiste en limitar al poder punitivo del Estado es porque la “carta magna” no lo pudo limitar. Pero todavía podría replicarse diciendo que lo que se busca no es el límite al poder punitivo del Estado; sino a la primer alternativa, esto es, limitar al Derecho Penal mismo. Ciertamente que, partiendo de los paradigmas Constitucionales, el Derecho Penal será un límite al poder punitivo del Estado. Pero para limitar al sistema punitivo en sí mismo se necesita algo más que aquellos paradigmas.

En este sentido, es preciso invocar el pensamiento de Thomas Hobbes cuando de manera sabia distingue entre derecho y ley señalando que: “Ley y derecho, están usadas de modo promiscuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley nos deja. Pero la ley es una obligación, y nos arrebata la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza otorgó a cada hombre el derecho de protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino sospechoso, por vía de prevención; pero la ley suprime esta libertad en todos los casos en que la protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido ley y derecho son diferentes obligación y libertad.”

Asimismo, se distingue entre leyes fundamentales y no fundamentales. Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se destruyen. Por consiguiente ley fundamental es aquella por la cual los ciudadanos están obligados a mantener cualquier poder que se dé al soberano, sin el cual el estado no puede subsistir.

El paso del Estado absolutista al Estado democrático surgido de las revoluciones de los siglos XVII y XVIII ha sido uno de los escalones en el ascenso hacia la meta de minimizar el Derecho Penal y Procesal Penal. Así; si bien el principio de legalidad puede verse desde distintas ópticas, es evidente que la finalidad del mismo no es sino poner un coto al poder punitivo del Estado (sea cual fuere su modelo).

II. EL PROGRAMA PENAL CONSTITUCIONAL

Las tentativas de limitar el Derecho Penal tienen, según creo, en el garantismo y en el paradigma del Estado de Derecho, un bastión importante que pone en relieve la limitación del poder punitivo mediante criterios “normativos”; sea que estos criterios se hallan dentro del plexo constitucional. En otros términos el límite viene dado por la adecuación correcta de los medios formales de aplicación del poder punitivo con la constitución (garantismo); o bien de la misma Constitución (principio de legalidad como exigencia constitucional).

Nos encontramos entonces con que la característica que tiene este límite es que “proviene de un poder ya constituido” y por tanto resulta que “es el poder ya constituido el que tiene que limitar su propio poder punitivo mediante su propia voluntad”, sea adecuando los ordenamientos procesales a las exigencias constitucionales; sea limitando las conductas incriminadas; o bien sentando criterios jurisprudenciales que permitan hacer aquella correcta interpretación reductora de los tipos penales. Siendo ello así resulta muchas veces difícil que el mismo poder ya constituido se limite de manera unilateral el poder que ostenta, por lo que se tiene que recurrir a mecanismos de control (concentrado o difuso) que permitan fiscalizar la constitucionalidad de las leyes penales, en esta línea son importantes los criterios señalados por nuestro Tribunal Constitucional en múltiples sentencias[4], que aún, no siendo vinculantes, permiten establecer un “Programa Penal Constitucional”.

Así el Tribunal Constitucional le envía un mensaje al Parlamento señalándole que al momento de legislar no tiene una discrecionalidad absoluta, sino que debe actuar bajo ciertos límites al diseñar la Política Criminal del Estado. De esta manera se establecen ciertos parámetros-principios que el legislador deberá cumplir al momento de la creación de leyes:

a) Legalidad penal, este principio debe ser entendido desde una doble dimensión; vale como un derecho subjetivo, es decir, como una garantía para los ciudadanos, en la medida que nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley como infracción punible; ni sancionado con pena prevista en la ley; y, como principio constitucional, estableciendo un límite al poder punitivo del Estado, de esta manera, la legalidad implica que la conducta éste descrita de manera expresa e inequívoca (mandato de determinación), constituyendo así en la carta magna del ciudadano para que el Estado no lo prive de sus derechos de forma arbitraria.

b) Principio de Igualdad, el Estado debe mantener el mismo trato con el ciudadano correcto como con el delincuente; ya que el delincuente también tiene derechos y garantías, tiene dignidad. De esta manera no puede distinguir entre un Derecho penal de los ciudadanos y un Derecho penal del enemigo, en un Estado de Derecho, el fin supremo de la sociedad y del Estado es la defensa de la persona humana y su dignidad, y esta de ninguna manera se pierde con la comisión de un ilícito penal.

Si el Derecho no se dirige a las fuerzas de la naturaleza ni a los animales, sino al hombre, entonces habrá de ser ya la estructura óntica del ser humano lo primero que tiene que entrar en consideración. La estructura ontológica del ser humano, que necesariamente ha de ser respetada por el Derecho, está constituida por todo aquello que fundamenta la dignidad humana. Samuel Pufendorf[5] advirtió que ya en la mera palabra de hombre hay alguna dignidad.

Para Pufendorf, la cualidad más sobresaliente de la naturaleza humana es la imbecilitas, a la cual entendió como el desamparo del hombre entregado a sí mismo, y explicó mediante la ficción de un hombre abandonado en un país desierto. Pero semejante cualidad va seguida de la socialitas, es decir, de la necesidad para el hombre de vivir en sociedad con otros hombres.

La dignidad del hombre radica, por un lado, en que posee la luz del entendimiento y la capacidad de distinguir y de elegir, y por ello en que es un ser éticamente libre, y por otro lado en su sociabilidad, es decir, en su capacidad de vinculación al orden ético social de una comunidad. Ahora bien, tal dignidad corresponde en igual medida a todos los hombres. Esto supone, a mi juicio, que la dignidad del hombre radica ante todo en su facultad o capacidad de obrar finalmente, es decir, conforme a sentido, y en su capacidad de vinculación a un orden ético-social (sociabilidad), esto es, con la conciencia de que le es posible cumplir su compromiso con dicho orden. Evidentemente no es preciso que el hombre actualice tales capacidades. Su dignidad se basa en la simple posesión de las mismas y la detenta incluso aunque no las actualice, pues la sociabilidad no tiene por sí misma ninguna fuerza vinculante. Dignidad humana la poseería en igual medida que cualquier otro hombre, aquél que decidiera apartarse por completo de toda comunidad de hombres para vivir completamente sólo y en un estado completamente inactivo.

Así pues, teóricamente sería posible imaginar, como describe el discurso del Derecho penal del enemigo, que algún o algunos hombres renunciaran a la sociabilidad y optaran de ese modo por configurar su vida fuera y al margen de la sociedad, e incluso por oponerse frontalmente al orden de la misma. En estos casos ninguna razón puede haber para negar que una decisión semejante sea la expresión de un hombre éticamente libre, con lo cual también quienes decidieran separarse de un modo duradero de un orden social tendrían que ser reconocidos como personas responsables y ser tratados como tales, es decir, de acuerdo con su dignidad humana.

Así parece estimarlo Pufendorf, al decir que: “aunque no se pueda esperar de otro hombre nada bueno ni malo, la naturaleza quiere que se le trate como afín y semejante, ya que esta razón por sí sola, aunque no hubiera ninguna otra, es suficiente para que el género humano forme una comunidad pacífica.”

c) Principio de Lesividad, El punto de partida correcto cosiste en reconocer que la única restricción previamente dada para el legislador se encuentra en los principios de la Constitución. Por tanto, un concepto de bien jurídico vinculante políticocriminalmente sólo se puede derivar de los cometidos, plasmados en la Ley fundamental de nuestro Estado de Derecho, basado en la libertad del individuo, a través de los cuales se le marcan sus límites a la potestad punitiva del Estado.

En consecuencia, se puede decir que los bienes jurídicos son circunstancias dadas o finalidades que son útiles para el individuo y su libre desarrollo en el marco de un sistema social global estructurado sobre la base de esa concepción de los fines o para el funcionamiento del propio sistema. Esta definición, al atender a circunstancias dadas y finalidades en vez de a intereses de modo general, quiere expresar que este concepto de bien jurídico abarca tanto los estados previamente hallados por el derecho como lo deberes de cumplimiento de normas creados sólo por el mismo, o sea que no se limita a la primera alternativa.

d) Principio de Proporcionalidad, lo que se pretende es que el legislador deba considerar la medida idónea para alcanzar el fin propuesto, la resocialización. Como bien señala Santiago Mir Puig: “debe existir una vinculación axiológica entre la función de la pena y la función del Estado”. Así, entendiendo que el Estado sirve para garantizar el bienestar general, la pena no debe degradar ni humillar.

Si bien entendemos a la pena como la restricción o anulación de un derecho (manifestación concreta del ius puniendi), esta posee fines ulteriores al simple castigo, tal como lo sostienen las teorías actuales referentes a la función de prevención general y especial de la pena.

En este orden de ideas la pena busca un resultado inmediato, la reeducación, es decir, el entendimiento por parte del infractor de que el delito es algo grave; y, de manera mediata su resocialización, lo cual se consigue a través del tratamiento penitenciario y su consecuente reinserción a la sociedad.

III. LA VINCULACIÓN DEL JUEZ A LA LEY Y A LOS HECHOS

Ahora bien, desde un punto de vista procesal, es importante darnos cuenta que es a través del proceso penal, el cual entendemos como un sistema de garantías[6], que esa ley penal se puede poner en aplicación. Por lo tanto, es importante establecer como bien lo señala Francisco Muñoz Conde: “que la aplicación de las normas jurídicas a la realidad se suele describir como el resultado de un silogismo en el que la premisa mayor la constituye una norma jurídica completa; la inclusión de un “caso” de la realidad en el supuesto de hecho de esa norma jurídica, la premisa menor; y la conclusión, la aplicación a ese caso de la consecuencia jurídica prevista en la norma.”[7]

En este silogismo, la obtención de la premisa mayor, es decir, la averiguación del sentido de la norma jurídica, incumbe a la interpretación; la obtención de la premisa menor, es decir, la inclusión del caso de la realidad en el supuesto de hecho de la norma jurídica, constituye la llamada subducción; y –finalmente- la conclusión está constituida por la aplicación de la consecuencia jurídica.

Este esquema lógico debe ser reforzado por el principio de legalidad, con el cual se intenta impedir que los tribunales se arroguen funciones que sólo corresponden al legislador o a las partes o que actúen arbitrariamente sin sujeción a criterio legal alguno. El otorgamiento de excesivas facultades a los jueces ha convertido a muchos de ellos en normadores primarios, alejándolos del formalismo propio del sistema de la dogmática jurídica, donde deben actuar exclusivamente como normadores secundarios (creando la ley sólo cuando ella no esta preordenada por el legislador). Lo cual trae desconcierto en los justiciables, que se enfrentan no con un sistema predecible, sino con un realismo jurídico impredecible.

Como bien lo señala Muñoz Conde: “de este modo, la actividad judicial y jurídico penal en general se presenta como el resultado de un silogismo, perfectamente comprensible con los esquemas de la lógica formal.”

Así en el Estado de Derecho la actividad judicial, como la de cualquier ciudadano, está sometida al imperio de la ley y sólo en ella encuentra su límite. Esto es confirmado por el artículo 138º de la Constitución peruana cuando indica: “la potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por el Poder Judicial a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y a las leyes”. Sin embargo, los jueces, como seres humanos tienen pasiones y sentimientos, defectos y virtudes, pudiendo interpretar las leyes adaptándolas a sus creencias personales; ya que el acto de juzgar, al ser valorativo, es emocional.

Para impedir esto el juez no solo debe estar vinculado a la ley, sino también al Derecho; ya que hay leyes que no son Derecho y un derecho que esta por encima de las leyes. Sin embargo debemos admitir que no hay ningún remedio que consiga evitar de manera total los excesos que puedan cometer los jueces en contra de los ciudadanos.

Pero en un Estado de Derecho debemos aceptar que exista un Poder Judicial que le corresponda la aplicación de las normas jurídicas y de sus consecuencias a los que, tras el correspondiente proceso, celebrado con todas las garantías, sean declarados, responsables de hechos tipificados previamente como delitos. Y en este diseño nadie puede sustraerse al ejercicio de ese poder, con todas sus imperfecciones, que es la única garantía frente a los abusos que cometa cualquier ciudadano.

Sin lugar a dudas, también los magistrados se encuentran sometidos a la ley, como ya lo mencionamos líneas arriba, y serán responsables de los abusos cometidos. Pero mientras sus actuaciones sean conforme a la Constitución, deben ser respetados. Así, la Independencia, la Imparcialidad, el sometimiento a la ley y la responsabilidad son los ejes en torno a los cuales gira el ejercicio de la potestad jurisdiccional en el Estado de Derecho.

Sin embargo tan solo la vinculación del Juez a la Ley no garantiza la justicia en sus resoluciones, si no establecemos también al mismo tiempo la vinculación a la realidad implacable de los hechos a los que dicha ley tiene que ser aplicada. Como señala Winfried Hassemer, “¿de qué sirve la vinculación a la ley si el juez puede escoger libremente los hechos, a los que luego, eso sí aplica la ley con estricto cumplimiento a las reglas?”

El punto inicial de la actividad jurisdiccional es el hecho que surge como problema de la realidad y que se tratará de subsumir en el supuesto de hecho de la norma jurídico penal. Para ello el Juez debe fijar los hechos y, luego, aplicar tales hechos a la norma jurídica correspondiente a la pretensión deducida.

Pero esta no es una tarea sencilla, ya que el hecho no ha sido percibido directamente por él, y es ya pasado. Así encontramos una similitud entre la tarea de un historiador y la del juez, ya que ambos colocan en el presente un hecho que deben de analizar y que se dicen cumplidos en el pasado. Sin embargo, hay una diferencia ya que el juzgador deberá encuadrarlos necesariamente en una norma jurídica y, a base de tal encuadramiento, ha de normar de modo imperativo para lo futuro. De esta manera la primera misión del juez consiste en reconstruir los hechos tal como aproximadamente sucedieron se dieron en la realidad. Así, esta labor de reconstrucción sólo puede ser aproximada, ya que será imposible reproducir el hecho de manera real.

Así el juez utiliza una serie de elementos que sirven de “prueba” de cómo esos hechos efectivamente se produjeron. Sin embargo, debo detenerme momentáneamente para reflexionar sobre el vocablo “prueba” que acaba de ser mencionado.

IV. LA CONFIRMACIÓN DE LOS HECHOS

Coincidimos plenamente con Adolfo Alvarado Velloso cuando señala que: “en el Derecho el vocablo “prueba” ostenta un obvio carácter multívoco, situación que genera una excesiva pretensión que desde antaño se ha dado en el derecho a la palabra “prueba”, ya que probar significa demostrar la verdad de una proposición referida a un hecho, debiéndose advertir que nunca o casi nunca un medio de prueba (declaraciones testimoniales, documentos, etc.) nos podrá conducir de manera absoluta a probar la verdad real de un hecho.“[8] Pudiéndose de ellas sacar una conclusión con cierto grado de probabilidad

Esto hace que el término “prueba” sea remplazada en la doctrina moderna por el vocablo “confirmación” (significa reafirmar su probabilidad); en rigor una afirmación negada se “confirma” con diversos medios que pueden generar convicción (no certeza) a un juzgador en tanto que no la generan en otro.

Entonces la labor del juez, como señalamos anteriormente, debe ser la fijación de los hechos, acerca de los cuales haya logrado una convicción de su existencia, sin importarle que hayan ocurrido exactamente en la realidad. Así, el juez no debe empeñarse por buscar la verdad real, la que establezca la plena y perfecta coincidencia entre lo sentenciado y la realidad (ilusión del sistema inquisitivo y de los decisionistas judiciales). Ya que la verdad al ser un valor, no es absoluto sino relativo y, como tal, cambiante en el tiempo, en el espacio y entre los diferentes hombres que hablan de ella (por ejemplo: los jueces). Así la simple posibilidad de que el juzgador superior revoque la sentencia del juzgador inferior muestra que la verdad, es un valor relativo, y que una decisión judicial solo muestra una convicción del juez sobre los hechos expuestos por las partes, de esta manera cobra fuerza la siguiente frase: “hay tantas verdades como personas pretenden definirlas.”

V. EL PROCESO COMO SISTEMA DE GARANTÍAS

En esta misma línea habría que señalar que, el Derecho Procesal Penal, debe tener en cuenta al Derecho Penal, del cual recibe el encargo de averiguar los delitos y sancionar a los culpables; y por otro lado, al Derecho Constitucional, que le impone determinados limites es esa actividad investigadora y enjuiciadora, inspirados en derechos fundamentales que la misma Constitución garantiza y reconoce. Por eso en el moderno proceso penal acusatorio del Estado de Derecho, la práctica de la prueba viene limitada en tiempo y en forma, exceptuándose entonces la valoración de pruebas ilegalmente obtenidas, la averiguación de la verdad mediante torturas, la intervención telefónica sin permiso del juez, etc. Así la búsqueda de la verdad esta limitada por el respeto de las garantías que tienen incluso el carácter de derechos humanos reconocidos como tales en todos los textos constitucionales y leyes procesales de todos los países de nuestra área de cultura.

Por ello, la afirmación de que el objeto del proceso es la búsqueda de la verdad real debe ser negada, y, desde luego, se puede afirmar que en el Estado de Derecho en ningún caso se debe buscar la verdad a toda costa o a cualquier precio. Así el objeto del proceso será la búsqueda de la verdad en la medida que se empleen para ello los medios legalmente reconocidos. Se habla así de una verdad formal (la que surge de la sentencia por la simple fijación de los hechos efectuada por el juez a base de su propia convicción). Es preciso señalar, por otro lado, como afirma Muñoz Conde que: “es necesaria la motivación de las decisiones judiciales, entendida como argumentación intersubjetiva, comunicable lingüísticamente, y racionalmente verificable de las razones que se ha llegado a una determinada valoración y, por tanto, a una decisión en base a ella, es, pues, la lógica consecuencia de una teoría consensual de la verdad, única posible en un proceso penal respetuoso con las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos implicados en el mismo; pero también única teoría compatible con el principio de presunción de inocencia.”[9]

Para finalizar este breve ensayo debo reafirmar que el garantismo como metodología enseña que a la norma procesal no le interesa la represión, sino por el contrario enseña que el Proceso Penal es un instrumento de garantía, de esta forma coincidimos con Antonio María Lorca Navarrete cuando enseña que: “el proceso penal desea hacer frente a la aplicación patológica de la norma jurídica penal, cuestionándola mediante un sistema de garantías sustantivo y autónomo; pero no desde una propuesta instrumental sino mediante un sistema que permita una efectiva tutela judicial de los derechos, evitando que en algún caso se produzca indefensión.”[10]

Así, el garantismo como metodología enseña que la norma procesal penal no tanto le ha de interesar que la represión incumba a la jurisdicción ordinaria, sino más bien que la norma de Derecho Procesal penal sea garantía de una aplicación correcta de la norma penal. El garantismo no es una construcción retórica del lenguaje sino derecho constitucional aplicado de “aquí y ahora” que pone en movimiento lo que la Constitución peruana garantiza a todos el acceso a un proceso con todas las garantías, lo cual es un mandato constitucional de aplicación directa.

El proceso penal de un Estado de Derecho no solamente debe lograr el equilibrio entre la búsqueda de la verdad y la dignidad de los acusados, sino que debe entender la verdad misma no como una verdad absoluta, sino como el deber de apoyar una condena sólo sobre aquello que indubitablemente e intersubjetivamente puede generar convicción en el Juez, confirmando la afirmación o negación hecha por alguna de las partes. Lo contrario es puro fascismo y la vuelta a los tiempos de la Inquisición de los que se supone hemos ya finalmente salido.

[1] Abogado. Profesor de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal en la Escuela de Graduandos Aguila & Calderón.
[2] Véase Jean-Jacques Rousseau, El Contrato Social, Edimat Libros, Madrid, 1999.
[3] Véase Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, Fondo de Cultura Económica, México, Undécima reimpresión, 2001.
[4] Véase STC Nº 0012-2006-PI/TC; STC Nº 0010-2002-AI/TC.
[5] Véase Samuel Pufendorf, De jure naturae et gentium, reimpresión no modificada de la Editorial de G. Mascovius, de Frankfurt und Leipzig, 1759.

[6] Véase Renzo Espinoza Bonifaz, Revista Iberoamericana de Derecho Procesal Garantista Nº 1, El derecho procesal como sistema de garantías, Editorial Cultural Cuzco, Lima, 2006.
[7] Véase Francisco Muñoz Conde, La búsqueda de la verdad en el proceso penal, Editorial Hammurabi, 2da Edición, Buenos Aires, 2003.
[8] Véase Adolfo Alvarado Velloso, La Confirmación procesal y la Imparcialidad Judicial, Trabajo presentado por el autor al XVIII Congreso Panamericano de Derecho Procesal, Arequipa, octubre de 2005.
[9] Op. Cit.
[10] Véase Antonio Maria Lorca Navarrete, Algunas Propuestas de la Adopción de un modelo adversarial. Libro Homenaje al Profesor Raúl Peña Cabrera, Tomo II, Ara Editores, Lima, 2006,

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