El derecho procesal como sistema de garantías

Augusto Renzo Espinoza Bonifaz*

El derecho procesal, como sistema, permite la actuación del ordenamiento jurídico con la finalidad de llevar a cabo la llamada función jurisdiccional, entendida ésta como la actividad de administrar justicia, es decir, de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado por medio de jueces independientes, inamovibles, responsables, imparciales y sometidos únicamente a la ley. En este orden de ideas, el derecho procesal regula jurídicamente el ejercicio de la función jurisdiccional situándose ante todo como un sistema de garantías que facilita la tutela judicial efectiva a través del debido proceso sustantivo.

Este sistema de garantías actúa con autonomía y sustantividad propia; por lo tanto, no es un mero instrumento jurisdiccional atemporal, acrítico y mecanicista. Por eso, es de suma importancia desterrar la idea del proceso como un subsistema o como una realidad instrumental, porque el derecho procesal posee una proyección metodológica propia, tal como cualquier otra disciplina comúnmente denominada sustantiva. Así, es necesario distinguir función jurisdiccional de potestad jurisdiccional. La función jurisdiccional está dentro de un ámbito procesal; en cambio la potestad jurisdiccional implica una acepción constitucional de la jurisdicción, como un poder del Estado, al punto que hay autores que sostienen que sin jurisdicción no hay soberanía.

Mientras que las garantías del debido proceso sustantivo de la función jurisdiccional - sustentadas en el método constitucional - son esencialmente uniformes, no sucede lo mismo con las técnicas adjetivas que las leyes de procedimiento utilizan para tipificar el procedimiento. Por ello, los problemas no existen tanto en la metodología de alcance sustantivo-constitucional, sino más bien en la procedimental. La primera responde al esquema de las garantías constitucionales “de aquí y ahora”, de un servicio público de la justicia, lo que no ocurre con la metodología de apoyo procedimental.

No obstante, las garantías de lo que en la actualidad se denomina función jurisdiccional no han sido, históricamente, siempre las mismas. Lo cierto es que los diversos sujetos que deseaban alcanzar un procedimiento en justicia – debe tenerse en cuenta que la ley procesal penal actualmente vigente en nuestro país utiliza el término procedimiento – no siempre se situaron ante unas estructuras procesales uniformes y razonablemente justas.

Por ello, y frente a la interrogante actual relativa a la posición del sujeto ante tales estructuras, se opone la respuesta pasada de la ubicación de ese mismo sujeto frente a su deseo de lograr un auténtico procedimiento en justicia. De ahí que la necesidad de ofrecer esa respuesta para conocer mejor nuestro actual ordenamiento procesal obliga, sin duda, a acudir a la historia. A través de la historia, la presencia de diversas teorías han permitido de manera alguna la existencia de un procedimiento que recoja un sistema mínimo de garantías.

El primero de ellos se basa en la creencia que entre las partes afectadas existían derechos y obligaciones, cuya fuente era un contrato existente entre ellas. De acuerdo con esta concepción, este contrato obligaba a aceptar la decisión judicial. Esta idea fue dominante en Roma y de fue aceptada hasta mediados del siglo XIX; sin embargo, su error fue considerar que entre quienes deseaban un determinado juicio justo existía un verdadero acuerdo de voluntades, lo que no era cierto, ya que era normal que no se acudiera a este juicio libremente, pues si siempre se hubiera requerido el consentimiento de las partes, la solución habría sido arbitral.

Para corregir los inconvenientes de esta teoría se acude a la figura del cuasicontrato, que no requiere un previo acuerdo de voluntades entre las partes. Pese a esto, el logro de un juicio como un sistema de garantías tampoco es felizmente explicado, porque se puede confundir como una institución de derecho privado, o sea, un momento de transición entre la justicia privada y justicia pública. Frente a las orientaciones de molde privado (sistema de garantías particulares), surge un sistema de garantías público, que implica que las garantías entre las partes intervinientes en el juicio se encuentran sustentadas en la existencia de una relación jurídica procesal, con derechos y obligaciones recíprocas. Es importante que esta relación apareciera distinta de la relación jurídico material preexistente.

De esta manera, si entre un comprador y un vendedor existe una relación jurídica material de derecho privado, pero surge un conflicto entre ellos que lesiona un derecho de uno de los sujetos de esta relación privada, aparecerá una nueva y distinta relación jurídica – a la cual se le denomina relación jurídica procesal – de carácter público, debido a que es imperiosa la intervención de un nuevo sujeto: el órgano jurisdiccional, Juez o Tribual, que ha de administrar justicia.

Es en ese preciso momento que surge la dicotomía entre proceso y procedimiento. Así, en el ámbito del Derecho Procesal, el proceso de la función jurisdiccional supone la actuación de la función jurisdiccional a través de un modelo adjetivo y por ello procedimentalista en el que es posible ubicar determinadas fases o períodos típicos, que, en la medida en que lo segmentan se hallan orientados hacia un modelo sumamente técnico y mecanicista. De un lado, se hallaría la sustantividad garantista del proceso y, de otro lado, la tecnificación mecanicista y adjetiva del procedimiento.

El proceso asume, frente al procedimiento, un carácter sustantivo y comprometido con la realidad constitucional apoyado en el sistema de garantías que al justiciable debe ofertar. En cambio, el procedimiento es atemporal y acrítico a través del soporte que le brindan, sólo y exclusivamente, las formas procesales. Por ello, el procedimiento es técnicamente una realidad formal y ritual frente al proceso que, a diferencia del procedimiento, es la realidad conceptual que posibilita el acceso al garantismo del Derecho Procesal, a través de la llamada tutela judicial efectiva, mediante el debido proceso sustantivo.

El proceso constituye, por tanto, la justificación del procedimiento. Lo anterior no significa que no pueda existir procedimiento sin proceso, puesto que el primero es atemporal, y el segundo no, al hallarse comprometido con la base garantista de “aquí y ahora”. El procedimiento es una realidad conceptual abstracta – formal y adjetiva –; por consiguiente, su razón de ser y justificación se la brinda el proceso, que opera siempre con la referencia del más escrupuloso respeto al sistema de garantías que el ordenamiento jurídico establece. El proceso es sustantividad comprometida. El procedimiento es formalidad acrítica y mecanicista. El proceso con su sustantividad garantista justifica y corrige las “anomalías” en la aplicación mecanicista y técnica del procedimiento.

La atemporalidad de las normas procesales, en su vertiente procedimental, ha sido justificada históricamente como válida tanto en tiempos de monarquía, república o dictadura. Por el contrario, el proceso de la función jurisdiccional, en su vertiente conceptual, es una realidad sustantiva que se halla vinculada y comprometida con la realidad constitucional de “aquí y ahora”, y con el sistema de garantías que esa realidad importa. Por ello, el procesalista ha de asumir el “compromiso constitucional”. Todo ello abona un planteamiento rupturista y de adecuación de la norma procesal al sistema de garantías procesales que se encuentra en la Constitución y en los propios textos procesales.

Sin embargo, más allá de esta división ideológica, lo cierto es que, ya sea el proceso o el procedimiento, sirvieron de apoyo a un sistema de garantías públicas que hizo posible descomponer los elementos de la relación jurídica procesal: sujetos, objeto y actividad. Pero, el verdadero logro de un sistema de garantías públicas recién se estaba gestando, ya que, aunque existen derechos y obligaciones propios de la relación jurídica pública, no todos son procesales, como por ejemplo, el derecho a la tutela jurisdiccional por parte del Estado que se encuentra recogido por la norma constitucional (artículo 139º inciso 3).

Por otro lado, más que obligaciones, lo que existen son cargas. No existen obligaciones, sino la carga de actuar de un modo determinado, de la que se derivan unas determinadas consecuencias por su inactividad. De esta manera surge una nueva orientación que, respaldándose en un sistema de garantías públicas, impone a través de un juicio una situación jurídica como conjunto de expectativas, posibilidades, cargas y liberación de cargas de las partes. Así, en lugar de una relación jurídica existen situaciones jurídicas. Frente a esta perspectiva ya clásica de exponer el sistema de garantías públicas del proceso, surgen los denominados deberes procesales que suponen una conceptuación del proceso de la función jurisdiccional, como una realidad sustantiva, de especial significado en el ámbito del servicio público de administración de justicia.

A diferencia de la obligación de justificación civilista y de la carga procesal cuyo cumplimiento depende de la liberalidad del sujeto, el deber procesal es exigible con independencia de la voluntad de su destinatario. Así, el deber procesal es un imperativo de orden público procesal, su incumplimiento origina un ilícito para la correcta ordenación procedimental que justifica una sanción (multa). Por lo tanto, es necesaria la adopción de específicos deberes procesales.

De esta manera, se asiste al nacimiento de imperativos de orden público sobre la base de requerimientos, no sólo de orden procedimental, sino también de salvaguarda y defensa que el Estado ha de respaldar en el ámbito sustantivo del ejercicio funcional de la jurisdicción. En este sentido, el proceso es “compromiso constitucional”, ya que la Constitución garantiza que el proceso pueda amparar los derechos de todos los ciudadanos.

Tal como lo señala Antonio Lorca Navarrete[1] el garantismo procesal supone la conceptuación del proceso de la función jurisdiccional como una realidad sustantiva ajena de su caracterización instrumental y atemporal. El garantismo procesal implica la puesta en práctica de las garantías que en las leyes procesal se contienen, conjuntamente con las que poseen proyección constitucional, a través de una postura garantista plenamente comprometida con la realidad constitucional de aquí y ahora. Precisamente, el modelo garantista se enfrenta ideológicamente al autoritarismo procesal, el cual ha generado una cultura autoritaria en la configuración de los procesos, creando sistemas inquisitoriales o mixtos que han sido adoptados en la mayoría de países latinoamericanos.

Pero ese predominio normativo, que rigió durante todo el siglo XX, ya no es hegemónico como acontecía hasta hace poco tiempo, debido a la irrupción del garantismo procesal que presupone una ruptura conceptual e ideológica con el procesalismo pretérito, por cuanto, los sistemas autoritarios/mixtos tanto en el plano ius filosófico como en el positivo nunca alcanzaron una legitimación constitucional.

En este sentido, el garantismo procesal supone otorgar al ámbito heterocompositivo de la función jurisdiccional una respuesta constitucional sustantiva y procesal actual, es decir, acorde al momento constitucional vigente. Así, la interpretación y aplicación de las normas procesales tiene relevancia constitucional, ya que el derecho a la tutela judicial efectiva obliga a elegir la interpretación de aquella que sea más favorable al justiciable, pues se debe entender que las garantías contenidas en la constitución conciben al debido proceso como un manto protector para el justiciable. Por lo tanto, si la interpretación de la forma procesal no se acomoda a la finalidad de la garantía, hasta el punto que desaparezca la proporcionalidad entre lo que la forma demanda y el fin que pretende, olvidando su lógica y razonable concatenación sustantiva, es claro que el derecho fundamental a la tutela efectiva resulta vulnerado.

Por el contrario, los sistemas neo-inquisitoriales reducen ese amparo garantista hasta límites realmente alarmantes, debido a su marcada raíz inquisitiva, reflejada básicamente en los poderes de investigación y prueba oficiosa concedidos al juzgador, lo cual vuelve a estos sistemas incompatibles con los mandatos constitucionales. No cabe duda alguna de que el despacho de pruebas “de oficio” quiebra la igualdad de las partes en el proceso y hace perder al juez su imparcialidad.

Resumiendo, los sistemas inquisitivos/mixtos de procesamiento tienen una base de marcada repugna al ideario constitucional. Lo anterior queda demostrado si analizamos una característica común a ambos modelos: la búsqueda de la verdad real u objetiva. Detrás de esa meta absoluta y totalitaria se vulnera al justiciable las garantías más elementales para que goce de un “debido proceso” ya que se permite que el juzgador actúe “pruebas de oficio”, y se adjudique indebidamente un rol que es propio de las partes y totalmente extraño al órgano jurisdiccional

Es necesario descartar lo que erráticamente se ha llamado el “sistema procesal mixto contemporáneo”. Este sistema es perverso. Trata de aplicar, en el plano del proceso, principios, reglas y conceptos tanto del sistema inquisitivo como del sistema dispositivo. La doctrina más autorizada ha puesto en evidencia que se trata de dos sistemas que se contradicen en todo sentido: política, ideológica, filosófica e históricamente. Para comprender: ¿cómo puede mezclarse el agua y el aceite?, los químicos responderían que, al ser ambas sustancias inmiscibles, ello es imposible. Igual sucede con estos dos sistemas. No pueden, quienes tienen la responsabilidad de establecer las bases para los nuevos paradigmas judiciales del país, proyectar normas procesales sobre esta filosofía anticrética, contradictoria e ineficiente.

El sistema procesal mixto contemporáneo ha servido de sostén para todas las críticas que se le formulan a la justicia de nuestros países. En dicho sistema se anidan el autoritarismo, la persecución sin bases, el despotismo de los fiscales y jueces, la pedantería sin limites de no pocos fiscales y jueces, la prepotencia y la soberbia de ellos, el vislumbrar al acusado como el monstruo del proceso, el sometimiento de no pocos jueces a los pareceres y dictámenes de los fiscales, la intimidación de los jueces por el Ministerio Público, la independencia del juez como utopía en el proceso merced a las influencias de toda naturaleza que suelen darse en la secuela del proceso, etc.

El ocaso de los sistemas de procesamiento autoritarios ha dejado de ser una expresión de anhelos de la doctrina “garantista” para convertirse en una realidad palpable en la normativa procesal Iberoamericana. Este fenómeno, ya se advirtió, se ha dado con mayor intensidad en los códigos procesales penales y, hasta el momento, se registra tan sólo un código procesal civil: el español.
En efecto, la supresión de los sistemas inquisitivos y mixtos en los nuevos códigos procesales penales en Latinoamérica es algo común, son muchos los países que han optado por el sistema acusatorio moderno o garantista; por ejemplo: Colombia, Chile, Paraguay, Panamá, Costa Rica, entre otros. Así, la doctrina procesal más prestigiosa viene desarrollando la tesis de que el derecho procesal penal contemporáneo es un “derecho constitucional aplicado”. Por esta razón no resulta extraño que en el proceso penal se hubiera dejado de lado la peligrosa proposición de conferir poderes probatorios al Juez, despreciando la idea de que el Juzgador, recurriendo a la “prueba de oficio”, acceda supuestamente a la mítica “verdad real”, ya que sencillamente no es una postura racional.

Sin embargo, el garantismo procesal es consciente de que esta decisión adoptada puede traer consecuencias adversas al momento de resolver los conflictos. En este sentido ha aumentado sus esfuerzos con el ánimo de respetar minuciosamente los mandatos de un debido proceso constitucional sin perder la eficacia y eficiencia en la solución de los conflictos “en un tiempo razonable”, pero sin vulnerar las garantías de los justiciables. En esta lid pretende uniformizar la opinión común en torno a los poderes de los jueces limitándolos y aplicándolos con la misma intensidad en los procesos penales y civiles.

Antes de llegar a este puerto racional, los sistemas inquisitivos y mixtos, tal como lo señala Omar Benabentos[2] generaban un forzoso desdoblamiento de la personalidad del juzgador. En efecto, lo “vestían” primero de un ropaje de acusador y, luego, con el envoltorio de juzgador. En otros términos, el Juez era un sujeto “parcial” en un tramo de la disputa y, a la vez “mágicamente imparcial” en otra parte del mismo debate. La psicología tipifica a la persona que “desdobla su personalidad” como un sujeto sicótico. En este caso, el desdoblamiento de la postura al que sometía y somete al juez la ley autoritaria genera una “sicopatía jurídica” a partir de la cual se desestabiliza todo el sistema. El derecho procesal “garantista” desea hacer frente a la aplicación patológica de la norma jurídica autoritaria mediante un sistema de garantías sustantivo y autónomo. De ahí que también el derecho procesal sea el derecho que trate de poner remedio a la patología jurídica. Pero no desde una propuesta instrumental o propia de un subsistema sino mediante la aplicación del debido proceso constitucional.

Es un compromiso a futuro no retornar al arcaísmo jurídico que sustentan los modelos neo-inquisitivos. La legitimidad y el valor del discurso garantista logró desplazar a los sistemas procesales mixtos impidiendo que el Juez investigue y actúe pruebas de oficio, evitando que se impregne con la investigación y prueba cuando tiene, a la vez, que resolver de la manera más imparcial el conflicto.

Tal como sostiene Adolfo Alvarado Velloso[3] un estilo procesal serio, como tiene que mandar la recta razón, presupone dos personas discutiendo ante un tercero. Un acusador y un acusado; un pretendiente y un pretendido; un demandante y un demandado; y un tercero que por ser tal, no puede ser ni el primero, ni el segundo. El tercero que, siendo juez, hace de su profesión un medio de vida. Su calidad de tercero no puede ser ni uno ni otro. Ello llevó a sostener que la primera calidad del juzgador es su impartialidad, no es parte del proceso porque, si lo es, es acusador o acusado. Es demandante o demandado. Pero además de ser impartial ese juez, para ser tal, debe tener una segunda calidad más, la imparcialidad, es decir, no tener interés inmediato ni mediato en el resultado del litigio. Imparcialidad e impartialidad son dos supuestos que no pueden funcionar sin un tercero que es la independencia del juzgador respecto de las partes en litigio, que el juzgador no esté en una situación de obediencia debida con respecto al acusador y acusado porque en ese caso pasa a ser acusador o acusado.

En este orden de ideas, es menester que la igualdad entre las partes rija como principio consustancial dentro del proceso; la sustanciación del proceso implica el contradictorio, la moralidad del debate que cursa en el proceso es importantísima, la independencia del juzgador es la base presupuesta para la verdadera administración de justicia que dispensa el Estado a toda una sociedad. Así, por ejemplo, en el ámbito penal la tutela de los derechos de los particulares cuyos bienes jurídicos han sido objeto de un delito no se puede alcanzar sino a través del proceso, del debido proceso. Pero, por otra parte, el acusado o inculpado no puede serlo sino a través de la certeza y la indubitable prueba de su autoría o participación criminal. El proceso no puede ser un terreno abonado para que se siembre, germine y se desarrolle la conjetura, la duda, la incertidumbre o que la persecución sea sin fundamento ni prueba y que los ciudadanos vivan temerosos, asustadizos frente a sus jueces. La sociedad debe confiar en sus jueces. Cuando esa confianza se pierde, la administración de justicia queda siendo juzgada por los propios usuarios del sistema. Confianza en el sistema es sinónimo de buenos magistrados. La desconfianza genera incertidumbre, duda en las decisiones, carencia en el desarrollo del país. El Juez no puede, a través de sus sentencias, sembrar incertidumbre ni desasosiego en la sociedad. La certeza jurídica se impone como un norte de la administración de justicia. La tutela jurisdiccional efectiva requiere de la eficacia y certeza del derecho. El derecho se argumenta y se prueba, esto determina, al mismo tiempo, una cuestión de política procesal armoniosa con un sistema procesal eminentemente acusatorio.

De modo tal que se impone como sistema necesario para las reformas judiciales, en cuanto atañe al proceso punitivo, la plena vigencia del sistema acusatorio matrimoniado con una concepción garantista del proceso. Por garantismo procesal no se puede entender otra cosa que la plena vigencia de las garantías sustantivas y procesales reconocidas por la Constitución, los pactos y convenios en materia de Derechos Humanos – el proceso es un derecho humano – a las partes que litigan respecto a un mismo bien de la vida en el plano del proceso. Se trata de una concepción numerus apertus.

Hay quienes han pretendido calificar el garantismo procesal como un proceso democrático o humanitario. Ni una ni otra cosa. Ya que si fuese por humanidad todas las personas culpables por algún delito serían declaradas inocentes, o siempre daríamos la razón a las victimas de estos ilícitos. Tampoco es correcto señalar que este proceso sea democrático por que en este extremo deberíamos darle a la sociedad la facultad de decidir, es decir, de juzgar cada caso en concreto.

Otro punto interesante de observar es cómo dentro del proceso han encontrado destino muchos conceptos del Derecho Natural. Sin embargo, cabe remarcar que una vez que estos preceptos han sido regulados por leyes se convierten en Derecho Positivo, es decir, en derecho objetivo. Un ejemplo claro de lo antes mencionado es la garantía procesal de la “presunción de inocencia” que se contempla en todo proceso penal, la cual tiene sus raíces y es entendida desde el ámbito del derecho natural como aquel trato digno que debe recibir todo ser humano que en estado natural es inocente, y al cual se le debe probar su culpabilidad a lo largo de un debido proceso constitucional.

Consecuentemente con lo expresado, es imperioso destacar que el sistema acusatorio pone de manifiesto el compromiso de un Estado como propiciador de un sistema de garantías y de su plena efectividad; que el Juzgador, además de independiente, debe tener probidad moral y que sólo pueda expresar su potestad y función jurisdiccional cuando el interesado acuda a través de su derecho de acción, garantizándose además que todo incriminado tenga el derecho a la defensa técnica, puesto que el debido proceso no es patrimonio de una de las partes sino de todos los que mantienen la condición de partes en un proceso; que el acusado debe conocer quien es su acusador y cuales son los cargos que se le imputan; que el proceso no es secreto sino debe ser eminentemente público, para que así la sociedad pueda ejercer un control indirecto sobre la administración de justicia; que toda resolución que emita un órgano jurisdiccional deba estar debidamente motivada, y sobre todo ser el resultado de un análisis lógico y crítico sobre las pruebas que han demostrado los hechos manifestados por las partes de manera fehaciente, y por último, y no por eso menos importante, que las partes conozcan quién es su Juez de manera anticipada, excluyendo a los Jueces Ad-Hoc, ya que la ley debe de predeterminar qué Juez es competente para cada caso en concreto de manera antelada.

Lo mencionado líneas arriba refleja las relaciones entre el Estado y el individuo, y, a su vez, esas relaciones van a determinar la posición que asuma el órgano jurisdiccional respecto de los sujetos que acuden al mismo. Así, en un ámbito garantista de la función jurisdiccional es preciso garantizar que el proceso constituya, en cuanto a su carácter debido y sustantivo, garantía de justicia; eso, en otras palabras, es el derecho al proceso justo (fair trial).

Por ello, donde no existan garantías hay que crearlas, donde sean desiguales hay que igualarlas con arreglo a criterios que garanticen la tutela judicial efectiva en todo caso o supuesto, y allí, en fin, donde irrumpen las garantías hay que consolidarlas, para que el derecho procesal como sistema de garantías no constituya sólo una ideología, ya que la pretensión política de dominarlo es lo que ha hecho que se confundan las cosas. Por eso, la lucha actual de los procesalistas que se consideren garantistas debe ser procurar que esta teoría adquiera un carácter científico y técnico, sin que la mediación del Estado tergiverse la racionalidad y la logicidad del proceso.

Esta lucha, sin embargo, es dura ya que se ha querido por parte de algunos detractores del garantismo procesal, acusar a esta tendencia de producir un retorno caprichoso al sistema acusatorio. En realidad, sin conocer los postulados y fundamentos teóricos de esta tendencia procesal, tales detractores soslayan que el proceso en sí mismo es una garantía natural que nace en el contractualismo de Thomas Hobbes, John Locke, Jean Jacques Rousseau y otros pensadores. No obstante, cada uno de ellos tiene una óptica diferente, pero llegan a la misma conclusión al señalar que el proceso representa una garantía de juzgamiento, atendiendo a un mínimo de condiciones, pautas, reglas y principios, cuya inobservancia permite clasificar al Estado, concretamente a los operadores jurisdiccionales, como autoritarios.

Lo cierto es que no todo “proceso” es un sistema de garantías, ya que solamente lo es aquel que cumpla con el catalogo de principios y reglas reconocidas en la Constitución y en los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por nuestro país, y que, por lo tanto, forman parte de nuestro derecho nacional, conforme lo establece el Artículo 55º de nuestra Carta Magna. Por eso hacemos énfasis en señalar que este sistema de garantías se entiende numerus apertus, ya que, refiriéndonos nuevamente a nuestra Constitución se señala en el Artículo 3º: “La enumeración de los derechos establecidos en este capítulo no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad del hombre, o en los principios de soberanía del pueblo, del Estado democrático de derecho y de la forma republicana de gobierno”. Lo cual debemos de concordar con la 4ª Disposición final y transitoria que establece: “Las normas relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y con los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por el Perú”.

Podemos afirmar que los tratados en materia de derechos humanos influyen de manera decisiva en la formación e integración del derecho procesal de una nación. El nuestro no es ajeno a esta realidad. Por lo tanto, aquellas normas rectoras de todo ordenamiento jurídico procesal deben de estar en consonancia con nuestra Constitución y tratados internacionales ratificados, para que traduzcan ese garantismo que de modo previo se hallan estatuidos en las normas antes citadas.

Esas normas, que hemos llamado rectoras, deben fijar, sin dubitaciones, que el proceso traduce la idea lógica de dos partes, antagónicas, opuestas, contradictorias, contendientes o contendoras, que debaten respecto a un mismo derecho en un plano de absoluta y perfecta igualdad. Que ese debate – prosiguiendo – lo realizan o efectúan frente a un tercero independiente, imparcial e impartial – que no es parte – llamado juez o árbitro, y que finalmente el juez está llamado a ser el director del proceso y no su dictador, y, en ese sentido, debe ser el gran guía en la defensa de las garantías constitucionales y legales que han sido objeto de violación en la secuela del proceso e, inclusive, previo a su nacimiento. Los jueces necesitan, por lo tanto, darse un baño de garantismo constitucional y legal. La legislación debe desarrollar la normativa constitucional y no ir en contra de ésta.

De esta manera, el proceso, quiérase o no, es un fenómeno político. El Estado, dependiendo de la posición que adopte respecto al proceso, siempre estará presente. Siendo esto así, es importante que cuando se proyectan reformas al proceso punitivo, civil, etc., hagamos una tarea de regulación que colinde con la excelencia. La mediocridad debe quedar marginada conjuntamente con la improvisación, los intereses políticos, la mediación del Estado, etc. Que el proceso no sea un instrumento de los políticos o que quede a las veleidades del poder político de turno es una cuestión que debe quedar expresamente estipulada mediante un catálogo de prohibiciones y sanciones. Que tampoco las partes controlen al Juez. Armonía y equilibrio en la relación jurídica procesal resultan ser las notas características, consustanciales para que el método heterocompositivo de debate dialéctico funcione.

Para concluir, quiero, y pido disculpas por ésta antojadiza cita, evocar textualmente a Juan Montero Aroca[4], quien, en respuesta a un artículo publicado por Juan Monroy Gálvez, en la Revista Iberoamericana de Derecho Procesal (Año 1, Nº 2, 2002), tuvo a bien enviarle una carta abierta, en la que despidiéndose culmina de la siguiente manera: “No todos somos iguales. Unos, los que llamas garantistas, estamos decididos a respetar los derechos de todos y en todo caso; esa es nuestra opción, que se concreta en el Derecho Procesal en que no todo vale para alcanzar la verdad en el proceso, ni aun en el penal. Otros, lo que tú dejas sin denominar, creen que ese respeto depende de que el mismo sirva para lograr un determinado fin político, la seguridad o la igualdad; vuestra opción en el fondo no es más que negación de los derechos y en el Derecho Procesal significa, correlativamente, que todo vale para lograr la pretendida verdad. Esa es la diferencia entre unos y otros.”













* Abogado. Profesor de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal en la Escuela de Graduandos Aguila & Calderón.
[1] LORCA NAVARRETE, Antonio. “Manifiesto a favor del Derecho Procesal como sistema de garantías”. En Revista Electrónica “Ley Procesal”, 2004.
[2] Realidad y Debido proceso. Ponencia presentada ante el XXIII Congreso Nacional de Derecho Procesal, Paraná (Provincia de Entre Ríos, Argentina), 12 al 14 de Junio de 2003.
[3] ALVARADO VELLOSO, Adolfo. En Revista Electrónica “Cartapacio”, Nº 2, 2001. Conferencia pronunciada en el I Congreso nacional de Derecho Procesal Garantista, Azul, 4 y 5 de Noviembre de 1999.
[4] MONROY GALVEZ, Juan - MONTERO AROCA, Juan. Diálogos de Ex Cátedra. En Revista Jurídica “Dialogo con la Jurisprudencia”, Volumen 9, Nº 61, Octubre 2003, Pp. 17.

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